El nombre de un color promete - Rodrigo Quijano

El nombre de un color promete, de Andrés Marroquín Winkelmann (Lima, 1983), es parte de una indagación sobre el color como fuente primaria de información y especulación, y como figura de reflexión del lenguaje. Concebido como proyecto dentro de un contexto como el peruano, cuya estrecha y estridente relación con el color se quiere de origen tradicional, este trabajo parte además de la premisa de que nuestra relación con el color se ha venido modificado de manera fundamental a través del mercado. Esta condición, aludida desde el título –en una paráfrasis de Barthes referida a la evocación del color en torno a Proust-, señala las nuevas de las relaciones entre el color y la memoria social, entre el color y su consumo.

En tan sólo medio siglo el color y sus nombres han pasado a ser un producto acabado y distribuido a nivel global bajo patente, debido a la expansión de corporaciones como Pantone y de un mercado de distribución global creciente. Pero en otro paradigma, el color y sus pigmentos fueron parte de un pensamiento en el que ocupaban el lugar de un signo ancestral sagrado o trascendental, referido tanto al carácter del uso, como acaso a la dificultad natural de su extracción. Pero a la vuelta del triunfo de la industria química (y la derrota de la alquimia, tal como han observado algunos), en la planitud de esos colores registrados se canjean hoy, en versión sintetizada, los hondos anhelos translúcidos de esas viejas evocaciones y tradiciones del color. La nueva codificación objetiva y numérica del color permite que mediante las proporciones correctas de CYM, en cualquier lugar del mundo pueda ser reproducido un determinado tono bajo determinado nombre, y que cada nombre esté determinado o asociado al respectivo gancho publicitario de ocasión, reforzando el brillo profano del nuevo acercamiento global al color.

Es con estos puntos de referencia que el impulso de Marroquín realiza un vuelo libre que lo mismo admira que ironiza el fenómeno desde los márgenes de dicho cisma, en los que se procesan las nuevas condiciones de producción simbólica.

En cierto modo, el uso de las “pantoneras” fabricadas o adaptadas de las “matizadoras” del mundo popular limeño que están en el origen del video y de las demás piezas, y cuya forma de mezclado “al ojo” desafía toda codificación industrial, aluden a la forma en que la codificación del color y sus actuales denominaciones han devenido en la manera en que la producción del capital global lidia hoy con la sensibilidad local y la del consumo estándar. Y que es incluso ahí en ciertas idiosincráticas adaptaciones a estos procesos globales que se mantiene aún vivo otro orden del color, que resiste y se reproduce, incluso en la parodia y sin duda en la apropiación pragmática.

Acaso es este evidente gesto viral de la práctica informal peruana el que le permite a Marroquín llevar a cabo una particular poética by numbers, asegurando la producción de fotografía, video, escritura y color en un momento en donde aparentemente ya no puede haber expresión, sino mero traslado de la información (moving information) -si bien aún podemos anhelar con cierto candor de que efectivamente se trate de una información emotiva, y no sólo del movimiento mecánico de información-.

Dentro de la particular historia del color chirriante y ‘subido de tono’ de su país de origen, estas adaptaciones populares citadas y retrabajadas por Andrés Marroquín Winkelmann tienen y mantienen precedentes. Y suceden de manera similar a la forma en que los colores fluo de los afiches de la cumbia tropical andina de inicios de los 70s (pero de enorme eco sudamericano hasta el presente) fueron la adaptación concreta del mercado de segunda mano de los tintes del discurso “radioactivo” de la publicidad norteamericana de la postguerra, y a cuya sombra se afirma que se bautizaron popularmente colores como verde del inca o chola pink (asegurándose de paso una (otra) repulsión social del color sólo décadas después redimida, si bien sólo de la mano imbatible del mercado).

Pero justamente a contramano del convencimiento hegemónico de que el color ya es una mercancía adicional en la paleta decorativa global, Marroquín empieza por descomponer los elementos de esa mercancía. Vuelve a la fuente matizadora “al ojo”, de donde emana la pintura; resuelve la prolongación poética de una pantonera hechiza; reinstala los contenedores del opaco plástico peruano gruesamente reciclado; recapitula la imposible lectura del pintado vernacular, y casi infantil, del arcoiris del puente en idioma falso pantone: pantone bebé, pantone iletrado. O este parece ser el esquema, y aquél el lenguaje del gran divorcio sensible provocado por el modo de producción dominante. O aquella su escritura particular, a manos de nuevos y reticentes súbditos.

Hace nada más cien años Pound por su lado, Kandinsky por el suyo, hicieron del color una analogía, un proceso abstracto de pureza intelectual para mantener al modernismo en la sensibilidad profunda y a raya de la mímesis, para asegurarle, con cierta fe, formas de conocimiento. Pero ninguno estaba realmente preparado para el revés. Ninguno se pudo realmente preguntar si soñarían los poetas y pintores con pantoneras formales o informales.

El color industrial y su modo de producir siguen vendiéndonos promesas y utopías de modernidad, afirmaen su estupendo estudio el antropólogo Michael Taussig. Pero a diferencia de otro tiempo, quizás hoy desteñido, lo que ya no nos pueden vender es la promesa de un verdadero cambio.

Rodrigo Quijano